Iglesia católica

Iglesia y católicos



Muchas personas hemos nacido en el seno de una familia que profesaba la religión católica; nacimos, con el espíritu, a la vida del mundo, acunados en las manos progenitoras y divinas.

Muchas personas fuimos bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, esa fórmula que nos une, en lo íntimo del corazón, a nuestro Creador porque por su voluntad existimos.

Muchas personas asistimos a una catequesis más o menos adecuada, con el tiempo y con la forma de ser actual, en la que trataron de que conociéramos mejor quién era Jesús y Dios, y qué era la Iglesia que fundó hace tiempo, mucho tiempo, seguramente desde la eternidad.

Muchas personas fuimos conformados en la Fe, cuando la razón descubre a Dios y hacemos uso de ella; conformados, y por tanto, afirmando lo que, por la edad, en la comunión, quizá no entendimos o se pasó, para nosotros, envuelto en un halo de misterio y fiesta.

Muchas personas nos sentimos acogidos cuando, en la Iglesia, contrajimos matrimonio sellando, en ella, una alianza con Dios y con la otra persona con la que quisimos formar una familia de las que ahora denominan tradicional.

Muchas personas sentimos, hemos sentido, una herida profunda cuando en el sepelio de un miembro de nuestra familia o de un amigo hemos recordado el polvo, al que volveremos, y esas personas, dejándonos un poco huérfanos de su amor, han acudido, quizá sin quererlo, a esa terrible fosa de la que tanto habla el salmista.

Muchas personas hemos agradecido, agradecemos y agradeceremos, a la Iglesia institución, herencia de Cristo para este valle, que tenga unas manos abiertas, un corazón de carne, unos ojos que lloran con el que sufre y una razón donde impere el amor.

Muchas personas reconocemos la labor callada, silenciosa, suave, que desde la Iglesia institución, como donación graciosa de Dios, se hace para que el bien prolifere y abarque a la sociedad en la que vive, convive y conoce.

Muchas personas damos las gracias por el trabajo que desde la Iglesia institución se hace para analizar, pensar, discurrir sobre, conocer y reconocer los problemas que acechan a nuestra amada nación; damos las gracias por el resultado de ese análisis, de ese pensamiento, de ese conocimiento; damos las gracias por mantenernos, siempre, los ojos abiertos y el corazón preparado para el engrandecimiento y la caridad.

Muchas personas somos conscientes, porque somos comunidad y fruto, de que la Iglesia institución ha de vehicular, llevar, tender su mano, hacia nosotros para que nos dejemos conducir por su Magisterio porque sabemos que nos hace comprender lo que fuimos y lo que somos.

Pero muchas personas se dicen católicas y hacen de su propio pensar una corriente que aligera sus vidas de los compromisos que tenemos contraídos, por Dios, con la Iglesia institución que, como sabemos, está constituida, también, por hijos de Dios como nosotros.

Pero muchas personas se dicen católicas y olvidan a san Cipriano que, en su sabiduría (recordada por Agustín, de Hipona) dijera, y dice, que “Nadie puede tener a Dios como Padre si no tiene a la Iglesia como Madre” y, por lo tanto, deberían de saber lo que esto significa.

Pero muchas personas se dicen católicas  y, en su vida, no concuerda lo que se supone defienden y lo intrínseco de su corazón, de donde salen las obras, y apoyan en ideologías contrarias a Dios el escabel desde donde miran al mundo suponiendo que así son fieles a un supuesto progresismo del Emmanuel, olvidando que vino a perfeccionar la Ley de Dios, no ha adaptarla a cada momento  ni a cada cual para defender su sentido y significado.

Pero muchas personas se dicen católicas y tienen enturbiado su corazón porque así viven mejor una fe que más consiste en oponerse que en reconocer, más en contrariar que en apreciar, más en simular acogimiento de Dios que en vertebrar, en su alma, la dulce doctrina de Cristo.

Pero muchas personas se dicen católicas, aquellas que por haber recibido los sacramentos (los que sean) se sienten capacitados, capaces acaso, de interpretar el mundo dejando a un lado a la Iglesia institución suponiendo que ésta no es Madre; dejando de lado, apartando con asco, todo lo que suene a oficial, como si de lo individual, de lo subjetivo, viniese todo bien y olvidando que, sobre todo, somos comunidad, comunión, y queriendo hacer como si el brazo pudiese trabajar en descoordinación con el cerebro; como si Jesús hubiera procedido por libre abandonando, al albur del olvido, la voluntad de su Padre cuando fue lo contrario lo que sucedió.

Muchas personas sin embargo, esas que no nos sentimos traicionados por la Iglesia institución sino que reconocemos, en ella, a esa Madre de la que habla san Cipriano, sabemos que, cuando limpien sus ojos del barro del mundo serán capaces de reconocer que no son de éste y dejarán olvidada su mundanidad y los poderes a los que se aferran sin darse cuenta de que es más fácil compartir el yugo que romperlo.  



Eleuterio Fernández Guzmán 


3 comentarios:

  1. Gracias por compartir, Eleuterio. Me gusta ésta página porque me hace reflexionar sobre mi fé y cómo la vivo. Le pido a Dios me conforme como El desea y me dé lo necesario para aceptar su Voluntad.

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  2. Es importante, en efecto, reflexionar sobre la fe que tenemos porque es la única forma de cumplir con lo que decimos que somos. De otra forma, sólo estaríamos disimulando y eso, a Dios, no le puede gustar mucho.

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