Martes
XXIV del tiempo ordinario
Lc 7,11-17
“En
aquel tiempo, Jesús se fue a una ciudad llamada Naím, e iban con Él sus
discípulos y una gran muchedumbre. Cuando se acercaba a la puerta de la ciudad,
sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que era viuda, a la que
acompañaba mucha gente de la ciudad. Al verla el Señor, tuvo compasión de ella,
y le dijo: ‘No llores. Y, acercándose, tocó el féretro. Los que lo llevaban se
pararon, y Él dijo: ‘Joven, a ti te digo: levántate’. El muerto se incorporó y
se puso a hablar, y Él se lo dio a su madre. El temor se apoderó de todos, y
glorificaban a Dios, diciendo: ‘Un gran profeta se ha levantado entre nosotros’,
y ‘Dios ha visitado a su pueblo’. Y lo que se decía de Él, se propagó por toda
Judea y por toda la región circunvecina”
COMENTARIO
Nadie ignora que en el
mundo, desde que fue creado por Dios, han sido muchas, y serán, las necesidades
que tenemos las personas. Sin embargo, hay necesidades que son más importantes
que otras. Y Jesús se da cuenta de eso.
Aquella mujer iba a quedar
muy desamparada. Viuda y, además, ahora sin el hijo que se le había muerto, su
situación iba a ser terrible. Por eso Jesús tiene misericordia, digamos, no del
muerto, sino de la madre que llora desconsolada.
Dice el texto que el temor
se apoderó de todos. Sin embargo, lo que más se apoderó de ellos fue el asombro
porque se dieron cuenta de que aquel hombre, el Maestro, no era un hombre cualquiera
sino que poder de Dios estaba con Él. Y es que era Dios mismo hecho hombre.
JESÚS,
ayúdanos
a ser misericordiosos.
Eleuterio Fernández Guzmán
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